La última paciente termina su sesión de quimio a las tres y media de la tarde. Le retiro la vía y me despido hasta la próxima. Echo a la basura todos los sueros vacíos, me quito los guantes y me lavo las manos. Y me doy cuenta que al fondo de la sala todavía está aquella mujer, con su marido. Tiene 60 años y en ese momento está acostada en la cama, sudando, echa polvo. Su marido le acaricia la cara. A mitad de la larga sesión nos pidió si podíamos acostarla porque ya no podía aguantar más sentada en uno de esos sillones. Su acompañante le acaricia la cara con cariño y con nostalgia, lo veo en sus rostro, el cansancio y la desesperación.
Entonces él me ve allí parada, secándome las manos lentamente y aprovecha el momento para pedirme algo para calmarle el calor a su mujer. Me acerco a ella, está sudando. Le bajo la sábana hasta la cintura y le toco la cara, está sudando pero no muy caliente. Voy a por unas gasas y unos paños y los mojo con agua fría. Se los entrego a su marido, que le empapa el cuello y la cara para que se sienta mejor. Le tomo la temperatura, 36,8ºC, está bien. Les doy ánimos, pero ellos solo quieren una cosa, irse a casa lo antes posible. Hace cuarenta y cinco minutos que había llamado a la ambulancia para que les llevara de nuevo a su pueblo, a 35 km del hospital. Es una mala hora, muchos traslados a partir de las tres de la tarde. Vuelvo a llamar, les recuerdo el nombre de la paciente y que tienen que traer una camilla, y me informan de que lo tienen en cuenta y que en media hora estarán aquí.
Las cuatro y media. La pareja sigue en el mismo sitio que hacía una hora, desesperados. Su marido me pide que le eche un ojo mientras baja a la cafetería a por algo de comer. No tarda en volver y sentarse de nuevo al lado de ella. Siempre cerca de su cara. Y por fin, oigo alboroto en el pasillo. Me asomo y allí está el técnico de transporte y la camilla. Le hago pasar y me dispongo a ayudarle. Debido a la quimioterapia, María padece alopecia, y lleva una peluca que en ese momento está más sobre la cama que sobre su cabeza e inevitablemente al pasarla a la camilla, se le cae. El técnico se la entrega al marido como si nada: "coja esto". Él no está conforme y yo lo observo y, sin dejarme hablar, me dice que por favor, se la ponga. Yo accedo inmediatamente y el técnico responde que se le volverá a caer, mientras yo se la coloco de la mejor manera que puedo y sé. El marido, desesperado por toda aquella situación, responde "Ya me encargaré yo de que eso no ocurra", imponente. Y un silencio invade la sala. Por fin se van a casa, desaparecen al fondo del pasillo.
Yo me quedo allí, sola y pensativa. Me siento delante del ordenador para terminar de hacer las últimas gestiones administrativas. Pero no me quito de la cabeza el amor, el apoyo y la comprensión de ese hombre hacia esa mujer y la falta de tacto, educación y empatía de algunos. Y pienso lo importante que es para muchísimas personas (diría que para el 85%) su imagen corporal y la pérdida del cabello. Porque hay gente que ya tiene bastante con su dolencia como para tener que soportar aquellos efectos adversos que pueden corregirse con una peluca. No hay que subestimar esos elementos que les hace sentir un poco mejor, pero a algunos se les olvida.